testimonios

   “Yo no renunciaré nunca a ser gallego y sobre la emigración en Suiza hay que aclarar que el 52% de los españoles que estamos aquí somos gallegos. Yo he tratado algún tiempo con los suizos, pero siempre mis personas de más relación fueron los de mi tierra, y yo creo que este problema de la provisionalidad es la gran realidad de la mayoría de los emigrantes desde que ponen los pies aquí. Yo venía con la ilusión de ganar dinero y largarme, y con esta ilusión vinieron todos, pero sucede que no se coge el dinero con rastrillo sino que hacen falta muchas más cosas. Entonces se va uno quedando, y luego ya se ha adaptado a ciertos modos de vida y coge un cierto miedo, porque allí no hay perspectivas, y entonces se quedan con un pie aquí y otro allá. Quizá sea este el problema más importante en la integración. Yo no recalcaría tanto el que los suizos no nos quieren, aunque sí hay cierto rechazo por su parte."

A.Garmendia. La emigración española en la encrucijada.

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   “Por los albores de la década de los sesenta, lo clásico era llegar a la República Federal de Alemania en "Europabús". Se salía de Barcelona a las 6 de la mañana -Calle Caspe-, se paraba en Gerona a fundir las últimas pesetas, se pasaba sin dificultades la frontera hispano-francesa, se paraba en Narbona y Montelimar, se llegaba ya de noche a Lyon y allí se dormía en un hotel vecino a la estación de ferrocarril, donde procuraban dormir aquellos a los que no les llegaba para lujos. Las paradas en Francia eran siempre estratégicas y en combinación, probablemente, con los propietarios de los cafés y restaurantes donde el "Europabús" se detenía para que hiciéramos gasto, cuando lo único que queríamos todos era mear.

Se formaban entonces unas larguísimas colas bajo la adusta mirada de los señores camareros, bebíamos agua del grifo, y adelante.

Eramos unos excursionistas bastante alienados los que nos aproximábamos a Estrasburgo en un autobús con matrícula de Fraakfurt e infinidad de maletas. En el puente internacional sobre el Rhin se empezaba a confraternizar con Europa.

-¡Todos abajo!

Todos abajo y a por el equipaje.

Control de equipajes:

-¿Tiene usted algo que declarar? -con pies y manos.
-Nada -con la cabeza.
-¿Así que nada? -con las cejas.
-Nada -con la cabeza y una mano.

El aduanero ponía entonces gesto de asco y se dignaba registrar la maleta. Encontraba primero la botella de coñac de a litro y decía que sólo tres cuartos. Había quien cotizaba por el cuarto restante, había quien lo devolvía olímpicamente a la madre tierra y había quien se lo bebía. El hallazgo de la segunda botella posía ya resultar fatal.

Europa nos permitía, además, introducirle impunemente cuarenta cigarrillos -rubios o negros- si discriminar.

-¿Esto qué es?
-Chorizo
-¡Chorizo prohibido!
-¿Prohibido?
-Si, prohibido.
Y nos confiscaban el chorizo para poner coto a la peste porcina que llevábamos dentro

Una vez legalizada la maleta, le tocaba legalizarse al dueño. Los no contratados a través del Instituto Español de Emigración -salvo burocráticas excepciones, todos-, veníamos por lo general a hacer turismo.

-¿Usted?
-Yo, turista.
Eramos unos turistas vergonzantes de circuito de ida, desarraigados, descoñacados, descigarrados y deschorizados a la sombra cruel de un aduanero que solía complacerse cumpliendo instrucciones.

-¿Dinero?

Enseñábamos dinero.

-¡Poco dinero!.

Cuestión de opiniones. Sacaban entonces el sello candente, tomaban impulso en el tampón y nos herían el pasaporte con un "TOURIST" morado y delator de cinco centímetros o nos negaban sencillamente la entrada en el Paraíso.

-¡No dinero! ¡No turista!

De las flaquísimas carteras salían entonces las entrañables fotos a justificarse.

-¡Hermano en Frankfurt!
-¡Hijo en Hamburgo!
-¡Esposa en Colonia!
-¡Primo en Munich!

Pasábamos. La República Federal de Alemania nos digería. Otros se quedaban al pie del "Europabús", junto a las maletas. Condenados a no traspasar de momento las puertas del Paraíso. Por las ventanillas les bajaba todavía algún consejo.

-¡Probad en tren por Saarbruck!
-¡De noche apenas vigilan!
emigrante español en Alemania, Víctor Canicio

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   “Yo tenía cinco años cuando mis padres se marcharon a París dejándome con mi abuela. Recuerdo el día que se marcharon como si fuese ayer mismo. Yo pataleaba tratando desesperadamente de soltarme de los brazos de mi abuela que agarraba fuertemente mi cintura. Vi cómo mis padres subían al autobús con lágrimas en los ojos. A partir de ese día les vería sólo una vez al año cuando venían a visitarme hasta que para mí se convirtieron en unos extraños. Con doce años vinieron a buscarme. Esa despedida fue aún peor. Mis padres me separaban de la única persona a quien yo realmente quería, mi abuela. Tras un largo viaje en autobús cruzamos España y, por fin, llegamos a la casa donde viviría hasta poco antes de casarme en París. Una portería de 32 metros cuadrados, sin cuarto de baño. Para ducharnos teníamos que salir al pasillo, a unas duchas comunitarias para los que trabajaban en el edificio.  Mi padre trabajaba como peón en una fábrica de coches y mi madre cuidaba y limpiaba el edificio. Los dos hacían un trabajo muy duro y lo ahorraban casi todo para poder comprar una casa en España.
   Recuerdo esos años con felicidad porque yo era una niña pero ahora lo pienso detenidamente y para mis padres fueron unos años muy duros”.
   Mª Luisa Lozano (44 años)

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En mis doce años de vida, nunca había salido de Figuiq, una pequeña ciudad fronteriza entre Marruecos y Argelia situada en las montañas del Atlas. Allí el horizonte es siempre seco, pardo de día y gris por la noche. En las montañas sólo hay oscuridad cuando las nubes ocultan los torrentes de estrellas que habitan el cielo. Si está despejado, mires donde mires, siempre ves estrellas, todas hermosas. Mi padre decía que las estrellas de los montes del Atlas brillaban también en la otra orilla. Como no le creía, me aseguró que un día tendríamos que cruzar el estrecho que separa el Sur del Norte, los problemas e la felicidad, y que, entonces me lo demostraría.
“Pronto volverás a ver tus estrellas”. Las palabras de mi padre me tranquilizaron cuando varias personas de la patera afirmaron que se podía divisar la orilla. Un rato después, un ruido seco y un golpe frenaron la barca y alguien se lanzó impaciente fuera de la embarcación pensando que ya habíamos llegado. Desde el agua nos gritó que estábamos encallados y, en la parte trasera, otro gritó con pánico: “Nos estamos hundiendo”.
Sentí el agua helada en mis pies y mi padre me levantó con sus brazos. En un momento, flotábamos separados por la violencia de las olas. Los que tenían fuerza gritaban pidiendo ayuda. Yo había perdido de vista a mi padre, pero lo vi, lejos, cuando una lancha con policías llegó hasta nosotros y encendió unos focos. Escuchamos una voz potente en una lengua que no entendía. Mi padre, agotado, hacía gestos con la mano indicándome que me marchase. De repente, se hundió. Sus sesenta años no aguantaron más.
Me sumergí para intentar salvarlo, pero debajo del agua del mar no se ve nada. Sin salir a la superficie y, como por instinto, buceé hacia el lado contrario de la lancha. Salí a tomar aire y vi que estaba lejos de ella. Entonces, divisé la orilla y, aterrado y solo, nadé hacia ella.
La mañana siguiente, perdido en una playa, ya no sabía si estar al otro lado del estrecho merecía la pena. Tampoco entendía por qué mi padre no tenía derecho a realizar su sueño, ni quién había decidido que llagar al Norte tuviera que ser siquiera un sueño. Me preguntaba de qué me servía ver las estrellas de los montes del Atlas desde la otra orilla, si no estaba él para demostrarme que tenía razón.
En mis doce años de vida, nunca había salido de Figuiq, una pequeña ciudad fronteriza entre Marruecos y Argelia situada en las montañas del Atlas. Allí el horizonte es siempre seco, pardo de día y gris por la noche. En las montañas sólo hay oscuridad cuando las nubes ocultan los torrentes de estrellas que habitan el cielo. Si está despejado, mires donde mires, siempre ves estrellas, todas hermosas. Mi padre decía que las estrellas de los montes del Atlas brillaban también en la otra orilla. Como no le creía, me aseguró que un día tendríamos que cruzar el estrecho que separa el Sur del Norte, los problemas e la felicidad, y que, entonces me lo demostraría.
“Pronto volverás a ver tus estrellas”. Las palabras de mi padre me tranquilizaron cuando varias personas de la patera afirmaron que se podía divisar la orilla. Un rato después, un ruido seco y un golpe frenaron la barca y alguien se lanzó impaciente fuera de la embarcación pensando que ya habíamos llegado. Desde el agua nos gritó que estábamos encallados y, en la parte trasera, otro gritó con pánico: “Nos estamos hundiendo”.
Sentí el agua helada en mis pies y mi padre me levantó con sus brazos. En un momento, flotábamos separados por la violencia de las olas. Los que tenían fuerza gritaban pidiendo ayuda. Yo había perdido de vista a mi padre, pero lo vi, lejos, cuando una lancha con policías llegó hasta nosotros y encendió unos focos. Escuchamos una voz potente en una lengua que no entendía. Mi padre, agotado, hacía gestos con la mano indicándome que me marchase. De repente, se hundió. Sus sesenta años no aguantaron más.
Me sumergí para intentar salvarlo, pero debajo del agua del mar no se ve nada. Sin salir a la superficie y, como por instinto, buceé hacia el lado contrario de la lancha. Salí a tomar aire y vi que estaba lejos de ella. Entonces, divisé la orilla y, aterrado y solo, nadé hacia ella.
La mañana siguiente, perdido en una playa, ya no sabía si estar al otro lado del estrecho merecía la pena. Tampoco entendía por qué mi padre no tenía derecho a realizar su sueño, ni quién había decidido que llagar al Norte tuviera que ser siquiera un sueño. Me preguntaba de qué me servía ver las estrellas de los montes del Atlas desde la otra orilla, si no estaba él para demostrarme que tenía razón.
Yo sólo era un niño marroquí, huérfano y alejado de su hogar. Y entonces pensé que me quedaba el consuelo de quien logra cruzar con vida el estrecho de Gibraltar hasta España. Al fin había alcanzado la tierra donde no existen los problemas y la gente es feliz, el país donde todos los sueños se hacen realidad. Eso me había dicho mi padre.

M. Bouhabi.